
Un verano empezó la filmación de una serie infantil de ánimos doctrinarios. El picador de carne era nuevo y temerario, y el dictador, mediante una orden verbal designó a la mujer hombruna de piel negra para que lo custodiara el tiempo que durara el rodaje. Hacía años había abandonado la función de controlar el movimiento de los carros de guerra.
Sabuesa, de notables facultades y dentadura perfecta como el tren de aterrizaje de una avioneta fuera de servicio, o acaso como los molares de un cocodrilo joven, la mujer hizo tan bien su trabajo, que luego fue llamada a escena por otros directores.
Los extras que ya la conocían, y habían sufrido el tamaño de su crueldad, se mofaban de su manera de reír, y el día en que descubrieron que los fines de semana, ocasión para el mercado y los paseos, usaba peluca, el desbarajuste fue tal que durante días se vio a los extras acercándose a ella con la intención de halarle el pelo y sacarla de paso.
Pero no era sólo el pelo, los domingos se le vio recorriendo los estudios con botas de Nueva York, chaqueta teutona y blusa de encajes franceses, y moviendo las nalgas como si disparara gases letales a cada paso.
Los extras de guardia, obligados a saludarla, incluso a sostener una especie de rara conversación sobre cómo marchaba el país temporal en que vivían, la mayoría de las veces se agarraban el estómago para evitar el vómito. Nada es más triste en un país de mentiritas que las ínfulas de una mujer con determinado poder a su alcance. Y el picador de carne lo era sin dudas.
Esta mujer a la que llamaremos La Soberana pues así se hizo llamar desde que cumplió los sesenta y cinco, adoraba los testículos. Y cada vez que el dictador le invitaba a desempacar el artilugio, para arrancar de cuajo un par de testículos, irradiaba. El mal gusto era divisa esencial en el carácter de La Soberana, otrora bestia parlante e insufrible.
Inventaba plazas y lanzaba convocatorias para que los extras cayeran en ellas como moscas nadando en una fuente de agua y detergente a fines del verano. Especialista principal era uno de los temas engañosos que solía usar para los oscuros propósitos que le animaban.
La desenfrenada pasión de esta mujer por tener dentro de la picadora de carne a un hombre que rondaba los cuarenta y a quien, a causa de una miopía congénita, se le conoció con el sobrenombre de El Búho, hizo época.
El Búho llegó un mañana al set y empezó a hurgar en la basura con parsimonia y entereza. Los extras que cruzaban por su lado hacían un gesto de asco y seguían el camino, empeñados en sus propios asuntos. Una camisa azul, casi transparente, un par de sandalias de cuero gastadas y un pantalón de importación que había visto pasar sus años mejores, era su vestimenta, además, por supuesto, de los espejuelos, pues sin ellos era incapaz de ver un burro a tres pasos.
La Soberana viéndolo hurgar en la basura no sintió lástima por él si no que de inmediato dispuso nombrarlo Especialista principal en el departamento de cómputos.
Era, este un departamento que ofrecía horas de una cosa rarísima que todos se empeñaban en llamar Internet o Interniet o algo así. Calculadora y bestial como cada paso que daba en la vida, La Soberana pidió consejos al dictador respecto al Búho y este sin mirarla a los ojos, concentrado en un fragmento musical que apoyaría, al parecer una escena determinante, le dijo que hiciera como siempre, y no le diera problemas.
🫂 Este es un fragmento original de mi novela inédita y en preparación, "País Temporal"
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