
Gracias por llegar a mi Blog, ojalá te sea grata la lectura
Las cosas se sucedían a una velocidad asombrosa. Y los años pasaban. Y los tiempos cambiaban. Y la música de los tiempos cambiaba. Y la piel envejecía. Y el cuerpo todo envejecía. Y los ángulos de la cámara variaban. Y los directores. Los guionistas. El escenario envejecía. Le sucedían los montajes. Los montadores morían. Por accidentes. Por aburrimiento. Por sus propias manos. Por la gracia de Dios. Todo se iba pero la mujer seguía. Y el tronco para sentarse. Y los mejores años habían terminado. Y la gracia. Las entrevistas. Los viajes. Las semanas de estreno. Los metrajes almacenados, prohibidos. Los destellos de luces de colores. Los cines abarrotados. Los cañaverales sedientos. Los macheteros sedientos. Los comerciales. Hasta las aves un día se marcharían. Y sólo quedaría el polvo. La franca luminosidad del polvo. El polvo que envolvía las cosas de un solo color. Color de polvo. Aridez. Pulmones destrozados. Gargantas destrozadas. Vidas jodidas para siempre. Bajo el crudo alimento del polvo. Ácaros humanos suspendidos en el aire, flotando en la incrédula sustancia de su propia descomposición.
La mujer se preguntaba si no sería mejor marcharse también. Dejar de ser un fantasma entre tantos fantasmas y quedarse a la deriva, navegar a mitad del polvo hacia la nada inconmensurable. Rasgar con elegancia aquel velo de país, de su propia destrucción. Abrirle una especie de puerta secreta y salir del decorado maldito en que se encontraba prisionera.
En el tronco, se movió inquieta y una vez más miró el nido. Y vio más allá del arbusto y del techo del gigantesco aserradero, una diminuta figura moviéndose en la colina. Por más que hizo un esfuerzo por achicar los ojos, por mirar entre las películas de polvo que los camiones levantaban una y otra vez, con ruidos de guerra y neumáticos de muerte, no logró ver nada más.
Por un momento pensó que todo había sido producto de la imaginación.
Una especie de engaño mental y sobre todo del corazón, esperanzada en que las cosas algún día serían diferentes. Era imposible que alguien caminara por la colina y no le hubieran disparado. Más allá del muro no había nada. De niña lo oyó siempre. Sólo hombres armados e invisibles que mataban. Cada vez que alguien intentaba acercarse a menos de cien metros, era asesinado.
El director tenía sus avioncitos de colores, sus barcos de colores, sus armas de un solo color y los sicarios, a los que extras y personal de apoyo, llamaban ejército nacional. Y el dictador tenía además, un artilugio.
Un temerario aparato manejado por una mujer negra de rasgos hombrunos quien, con la precisión de una asesina en serie, gozaba cada vez que las circunstancias eran adecuadas. No era posible, no había nadie en la colina. Su mente enfebrecida por la sed, la sequía y la ausencia de esperanzas, le había jugado una mala pasada.
Una maquinaria rodante pasó por su lado cargada de tablones listos para ser montados y la calle pareció difuminarse como si alguien hubiera alzado una brocha embarrada de pintura y el país, las hileras de cabañas, y la mujer sentada en el tronco hubieran desparecido.
Después el viento fue creando una suerte de pasarela por donde, poco a poco empezaron a verse siluetas desparramadas, vencidas pero aún en movimiento.
Cuando el ruido bestial de la maquinaria empezó a diluirse en el resto de los ruidos de la escenografía y desapareció por completo, aún la mujer no se veía del todo pero cuando los rayos de sol, resquebrajaron la compacta cortina de tierra se le vio sacudiéndose la cabeza y las pestañas, pero sin abrir los ojos, sembrada en el tronco.
Mirando desde la orilla más lejana de la calle, la visión que ofrecía la mujer era trágica, desesperante, acabada. Pero no se movió del tronco, acaso esperando a que pasara otro carro para envolverse en la nube de polvo siguiente y desaparecer.
O esperando a que pasaran los carros del día, nadar en las nubes de polvo de la jornada, jugando a asfixiarse en ellas, que los obreros dejaran de acarrear tablones, cerraran el taller y fueran a las cabañas, a jugar cartas con sus familias mientras creían que la vida sucedía, para quién sabe si entonces, levantarse, sacudirse, caminar hasta el arbusto donde estaba el nido, contemplarlos de cerca, saber si el alpiste era suficiente y después hundirse sin remedio en su cabaña gris para continuar, al día siguiente, el juego gris de interpretar un extra que pasa bajo un paraguas por un callejón de mala muerte, dos minutos antes de que un matón disfrazado de policía dispare a quemarropa a dos jóvenes que se aman en la penumbra de un cuarto alquilado. Y así sucesivamente.
Como cada día en los últimos días de su vida que ha visto pasar los mejores años, que ha viajado de la pasión al desencanto, de las ilusiones a la frustración. Una mujer más en aquel país de extras mal pagados, explotados sin misericordia, donde la ley que prima no es ley de Dios si no la ley de la selva.
Quién sabe.
🫂 Este es un fragmento original de mi novela inédita y en preparación, "País Temporal"
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